Interiorizando una “alteridad” irreductible a sus propias normas, la imaginación colectiva se manifiesta como una matriz que no puede producir más que figuras híbridas. Implantada en la conciencia, la “alteridad” no puede, en efecto, disolverse en ella. Con la emergencia de esta nueva instancia discursiva nace, pues, “el sujeto cultural colonial”, a la vez indisociable (colonizado y colonizador alternativamente, y simultáneamente sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado) y sin embargo profundamente y para siempre difractado.
El sujeto colonial: no representabilidad del otro
En su carta a Luis Santángel, con fecha 15 de febrero de 1493,
Cristóbal Colón describe de la siguiente manera el paisaje de la isla
de La Española:
"En ella ay muchos puertos en la costa de la mar [...] y fartos
rios y buenos y grandes que es maravilla; las tierras d’ella son
altas, y en ella muy muchas sierras y montañas altíssimas, sin
comparación de la isla de Tenerife, todas fermosíssimas, de mil
fechuras, y todas andábiles y llenas de árboles de mil maneras
i altas, i parecen que llegan al cielo; i tengo por dicho que ja-
más pierden la foia, según lo pu[e]de comprender, que los vi
tan verdes i tan hermosos como son por Mayo en Spaña; y
d’ellos stavan florridos, d’ellos con frutos, i d’ellos en otro tér-
mino [...]. Y cantava el ruiseñor i otros paxaricos de mil mane-
ras en el mes de Noviembre por allí donde io andava. Ay pal-
mas de seis o de ocho maneras, que es admiración verlas por la
diformidad fermosa d’ellas, [...] así como los otros árboles y
frutos e iervas. En ella ay pinares a maravilla e ay canpiñas
grandíssimas, e ay miel i de muchas maneras de aves y frutas
muy diversas. En las tierras ay muchas minas de metales e ay
gente instimabile numero. La Spañola es maravilla: las sierras
y las montañas y las vegas i las campañas y las tierras fermosas
y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas
suertes, para hedificios de villas y lugares. [...] La gente d’esta
isla y de todas las otras que he fallado y havido ni aya havido
noticia, andan todos desnudos, hombres y mugeres [...]. Ellos
no tienen fierro ni azero ni armas, ni son para ello; no porque
no sea gente bien dispuesta y de fermosa estatura, salvo que
son muy temerosos a maravilla. [...] Verdad es que, después
que aseguran y pierden este miedo, ellos son tanto sin engaño
y tan liberales de lo que tienen, que no lo crería[n] sino el que
lo viese. [...] me quedan de la parte del Poniente dos provinsias
que io no he andado, la una de las cuales llaman Auan, donde
nasen la gente con cola. [...] En todas estas islas me parece que
todos los ombres sean contentos con una mujer, y a su maioral
o Rey dan fasta veinte. Las mugeres me parece que trabaxan
más que los ombres. Ni he podido entender si tienen bienes
propios, que me parecio ver que aquello que uno tenía todos
hazían parte, en especial de las cosas comederas. En estas is-
las fasta aquí no he hallado ombres mostrudos, como muchos
pensavan, mas antes es toda gente de muy lindo acatamiento
[...]. Así que mostruos no he hallado no noticia, salvo de una
isla que es Carib, [...] que es poblada de una iente que tienen
en todas las islas por muy ferozes, los cuales comen carne
umana. [...] Son ferozes entre estos otros pueblos que son en
demasiado grado covardes, mas yo no los tengo en nada más
que a los otros. Estos son aquellos que tratan con las mugeres
de Matinino [...] en la cual no ay hombre ninguno. Ellas no
usan exercicio femenil, salvo arcos y flechas [...] y se arman y
cobigan con launes de arambre, de que tienen mucho.«(»Carta a Santángel (1493)" en Cristobal Colón. Textos y documentos completos. Prólogo y notas de Consuelo Varela, Alianza Universal, 1984, págs. 219-222.)
Para expresar el asombro que siente ante el paisaje, Colón recu-
rre a unos modelos discursivos que le permiten dar cuenta de una
tierra y unos objetos desconocidos a partir de todo aquello que su
destinatario conoce. La “alteridad” se moldea en un primer momento
en lo semejante. Se trata, además, de lo que podría llamarse una
similitud mítica. En efecto, aquí todo remite a lo paradisíaco: la acu-
mulación de los superlativos, las características de esta tierra (fertili-
dad, belleza, diversidad), sus productos (frutos, plantas, miel), la ar-
monía que reina entre sus elementos (el agua, los bosques, las mon-
tañas, el cielo), la suspensión aparente del tiempo (en pleno mes de
noviembre el follaje de los árboles está tan verde como lo está en
mayo en España; algunos de los árboles tienen frutos, otros están en
flor, otros en una etapa distinta de la producción). Los habitantes,
numerosos, son a su vez bellos, pacíficos, generosos y cándidos, suti-
les. Lejos de ser idólatras, están dispuestos todos a convertirse. Sus
costumbres corresponden más o menos a las costumbres de los espa-
ñoles: “En todas estas islas me parece que los hombres se contentan
con una sola mujer”. En fin, detalle significativo, no parece haber
propiedad privada: “...me ha parecido que todos compartían lo que
cada uno poseía, en particular el alimento”.
No obstante, en este primer discurso van insinuándose las hue
llas de un discurso contradictorio. Lo diferente se desborda, al pare-
cer, de lo semejante. El modelo discursivo no resulta apto para ex-
presarlo todo y deja en sus orillas fragmentos de discurso, objetos,
valores irreductibles; quizá porque ante todo esta realidad se presen-
ta como la realización concreta de un mito. La palabra maravilla, tér-
mino recurrente, alcanza aquí todo su sentido: Colón describe un mun-
do en el que las estaciones se confunden, y este signo de lo extraño
da a lo desemejante su estatuto de desemejante. Para enunciarlo, el
narrador recurre a una expresión que podría considerarse absurda,
sin sentido: “Hay palmeras de seis u ocho especies que son sorpren-
dentes por su bella deformidad...”. Covarrubias nos recuerda, en efec-
to, que deformidad, palabra que se aplica a todo lo que es despropor-
cionado, y por ello mismo carente de una bella apariencia, puede ser
sinónimo de fealdad.
Por muy conjurado que aparezca, gracias a la presencia del adje-
tivo bello, el sema de lo deforme y, de un modo general en la primera
parte del texto, los semas del exceso, de la sobre abundancia, de lo
maravilloso, convocan a las figuras de lo monstruoso, las cuales, ade-
más, no tardan en aparecer entre los intersticios del discurso de la
realidad reconstruida: “dos provincias que io no he andado, la una de
las cuales llaman Avan adonde nasen la gente con cola [...] En estas
islas fasta aquí no he hallado ombres mostrudos [...] Así que mostruos
no he hallado ni noticia, salvo de una isla que es Carib [...] poblada de
una iente que tienen en todas las islas por muy ferozes, los cuales
comen carne umana”.
Colón hace aquí alusión a los caníbales de las islas Caribes, así
como a la isla de la Martinica, de la cual se creía que estaba poblada
únicamente por mujeres. Éstas no se dedican a ninguna de las tareas
reservadas en el Viejo Mundo a las mujeres y sustituyen a los hom-
bres.
En la evocación edénica del paisaje de la Española asoma, pues,
un discurso mítico que tiende a poblar las tierras desconocidas de
monstruos, conforme a una tendencia bien conocida. Quien habita
otro mundo no puede ser mi semejante. Como lo escribe excelente-
mente Roberto Lionetti, “la anomalía en cuanto subversión del orden
clasificador encuentra su terreno de predilección más allá de los már-
genes geográficos, en unas tierras misteriosas transformadas en le-
janos horizontes oníricos en los que todo es posible". (R. Lionetti, Le lait du père, pág.139). De modo que estos fragmentos de discurso evidencian un potencial de re-inversión del discurso edénico en su contrario; si éste se
actualiza, particularmente al principio del texto, puede en cualquier
momento pervertirse o subvertirse por la actualización de su contra-
rio, conforme a una ley fundamental de funcionamiento de las es-
tructuras discursivas.
Me gustaría atenerme aquí únicamente a la descripción del in-
dio, para tratar de mostrar cómo estas pocas huellas, aunque neutra-
lizadas por la adjetivación (bella diformidad) o por la negación (no he
hallado ombres mostrudos), van a organizarse, más lejos, en un sis-
tema significativo en el que intervienen a la vez los semas de lo mons-
truoso y de la inversión sexual para producir una figura que se inser-
ta, además, en una continuidad folklórica y pinta al indio con los ras-
gos de un hombre que amamanta a su progenie. En su estudio sobre
Le lait du père, R. Lionetti relaciona este tema con ciertos textos pu-
blicados entre finales del siglo XVI y el siglo XVIII. Así, a finales del
siglo XVI, Renward Cysat, en su Relación verdadera sobre las islas y
el reino del Japón descubiertos recientemente y sobre las Indias des-
conocidas anteriormente, habla de “la existencia de una población de
Brasil en la que los hombres estaban provistos de senos tan grandes
e hinchados de leche que eran suficientes para amamantar y criar a
sus hijos”; el naturalista polaco Jonston escribe sobre el mismo tema
en Thaumatographia naturalis (1632): “Los que recorren el Nuevo
Mundo cuentan que casi todos los hombres disponen de una gran
cantidad de leche”. Estas fábulas siguen divulgándose en el último
cuarto del siglo XVIII en el libro Investigaciones filosóficas sobre los
americanos (1768-1769), del holandés Corneille de Pauw, lo cual mo-
tiva los comentarios sarcásticos de un jesuita mexicano, Francisco
Saverio Clavigero:
"¡Qué bellos materiales para una Thaumatografía! En verdad yo
no sé qué admirar más: la temeridad y lo impúdico de estos
viajeros que expanden tales fábulas, o la muy grande estupi-
dez de los que las adoptan [...] Y aquel que lea otras contradic-
ciones y tonterías semejantes publicadas en Europa desde hace
algunos años, ¿no se dará cuenta de que los viajeros, historia-
dores, naturalistas y filósofos europeos han establecido en
América el almacén de sus fábulas y sus habladurías y que
para amenizar su obra con la novedad maravillosa de sus su-
puestas observaciones, atribuyen a todos los americanos lo que
ha sido observado en algunos individuos o, aún más, en ningu-
no?"( Clavigero, Storia Antica del Messico, vol II, T. IV, págs. 169 y siguientes.)
Esta representación lingüística se conecta con algunas figuras de
la iconografía de los Grandes viajes publicados en Francfourt por Boy
entre 1590 y 1634, y que Bernadette Bucher analiza de manera atrac-
tiva en La sauvage aux seins pendants. Esta iconografía puebla el
Nuevo Mundo de figuras míticas heredadas de la tradición medieval,
como los hombres sin cabeza cuya cara está dibujada en el pecho y
que se hallan en un mapa de la Guayana, o como los paisajes y los
animales fantásticos “que son reapariciones de las maravillas medie-
vales retocadas por una imaginación barroca”. (B. Bucher, La sauvage aux seins pendants, pág.23). B. Bucher destaca un motivo “que reaparece con mayor frecuencia que los otros, a saber,
un tipo de mujeres [...] que, frente al canon de las proporciones res-
pectivas en la imagen de las otras indias, presentan un pecho falto de
gracia con los senos colgantes, a veces asociado al aspecto de juven-
tud robusta de las otras indias, a veces al contrario, a las viejas horri-
bles y demacradas...”. (Ibidem, pág.46)
Relacionada con esta representación se en- cuentra, en la novena parte de los Grandes viajes, la representación de los indios cabelludos presentados como hermafroditas. Éstos llevan largas cabelleras ensortijadas y sueltas, según la representación icónica tradicional del sodomita en la Edad Media; su vestimenta es análoga a la que llevan las mujeres y se ocupan de tareas generalmente consideradas femeninas. (Ibidem, Pág.210) En otro grabado, acusados precisamente de sodomía por los conquistadores españoles, son entregados a los perros para que éstos los devoren.
Ya se trate del hombre que amamanta, de la ambigüedad sexual
o de la mujer de los senos colgantes, están claros el alcance simbólico
de estas diversas representaciones y su convergencia; se trata en el
último caso (el de los senos colgantes) de un motivo tradicional “atri-
buido a las mujeres maléficas, vampiros, brujas, demonios, encarna-
ciones de la Envidia y de la Lujuria, representación de la muerte” (Ibidem, Pág.4, y también a la “mujer salvaje”. En cuanto a la confusión de los sexos,
ésta es tradicionalmente el vehículo simbólico de lo satánico, en la
medida en que lo híbrido es por antonomasia la figura de lo mons-
truoso. Entre otros, remito al mito folklórico del hombre embarazado
analizado por Roberto Zapperi y también a la descripción del mons-
truo de Ravena que se lee en el Guzmán de Alfarache y que presenta,
entre otras características, la de ser hermafrodita, por lo que fue in-
terpretado en relación con la “sodomía y bestial bruteza”.
Lo que acabo de decir a propósito de estas diferentes representa-
ciones lingüísticas e icónicas, marca y define un discurso potencial
del que he hecho aparecer algunos fragmentos en el pasaje de Colón
que estamos analizando. En el trasfondo de esta descripción edénica
hay un discurso de lo satánico; tanto la una como el otro son, por lo
demás, productos discursivos de la noción de lo desemejante, de lo
diferente. Veamos, para confirmarlo, una lectura ideológica de estas repre-
sentaciones. Son conocidas las polémicas que estallaron en España a
mediados del siglo XVI entre Bartolomé de las Casas y Francisco de
Vitoria, por un lado, y Juan Ginés de Sepúlveda y fray Domingo de
Betanzos, por otro. Uno de los primeros puntos de discusión se refe-
ría a la naturaleza del indio. Betanzos sostenía que los indios eran
bestias, que habían pecado y que todos debían perecer porque ha-
bían sido condenados por Dios. (Sobre estos problemas, véase L. Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América. Sepúlveda, por su parte, afirmaba que habían nacido para ser esclavos. Las Casas interviene violentamente contra esta concepción y no cesa de repetir que los indios son
“hombres verdaderos”.
"El enemigo de la raza humana [...] inspiró a sus satélites quie-
nes, para agradarle, no dudaron en divulgar que los Indios de
Occidente y del Sur y otra gente a quien ahora conocemos por
primera vez se deberían tratar como bestias creadas para nues-
tro servicio, pretendiendo que son incapaces de recibir la fe
católica. Nosotros [...] consideramos, sin embargo, que los In-
dios son verdaderos hombres." (Citado por L.Hanke, ídem. pág.134; el subrayado es mío)
En su Democrates alter Sepúlveda estimaba, además, que los españoles tenían perfectamente el derecho de gobernar a los bárba-
ros del Nuevo Mundo, dada su superioridad:
"Compara ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnani-
midad, templanza, humanidad y religión con las que tienen
esos hombrecillos en los cuales apenas encontrarás vestigios
de humanidad que no sólo no poseen ciencia alguna sino que
ni siquiera conocen las letras ni conservan ningún momento
de su historia." (Citado por L. Hanke, pág.214)
Se deben destacar los términos utilizados para calificar al indio:
hombrecillos, vestigios de humanidad. Para Sepúlveda, esta inferio-
ridad es igual punto por punto a la del niño frente al adulto o a la de
la mujer frente al marido. (F. de Victoria, Relectio de Indis o libertad de los indios, pág.31 Así pues, se asimila al indio con el animal y la mujer. Esta última asimilación es recurrente en Sepúlveda. Torpeza femenina, tenden-
cia a la sensualidad y a lo irracional, cobardía, ineptitud, estupidez,
etc., el indio comparte con la mujer todos los defectos que la menta-
lidad misógina medieval atribuye a ésta; nos adherimos al punto de
vista de R. Adorno cuando escribe: “este sujeto colonial produce un
discurso estereotipado que representa los valores de la cultura mas-
culina, caballeresca y cristiana”. (R. Adorno, “La construcción cultural de la identidad”, pág.56.) ¿No es la mujer “ministro de la idolatría” y devoradora, y por lo tanto antropófaga como el indio? (Sobre este punto, véase J. Delumeau, La peur en Occident, XIV-XVIIIe siècles, capítulo 10, y especialmente la página 319)
Existe, pues, una convergencia perfecta entre estas representa-
ciones y los discursos polémicos sobre los derechos de los indios.
Desde este punto de vista, las figuras desvalorizadas, más o menos
satánicas, de la salvaje de los senos colgantes, del andrógino sodomi-
ta y del indio que amamanta, constituyen la puesta en imagen o la
puesta en texto de posiciones extremistas como las expresadas por
Sepúlveda y sus epígonos. Esas representaciones tratan de probar la
supuesta degeneración racial de aquellos a quienes se quiere some-
ter, con el fin de justificar objetivos de conquista.
Sin embargo, esta lectura no es la única que debe tenerse en
cuenta, puesto que el texto de Colón no podría articularse directa-
mente con la polémica en cuestión y por esa misma razón, además, el
texto nos invita a situarnos ahora en otra perspectiva. Recordemos,
pues, que en la «Carta a Santángel» lo edénico es lo que convoca a lo
satánico con la forma de lo monstruoso o con la de la inversión de los
sexos, conforme a una ley estructural que organiza las relaciones
entre la actualización y la potencialidad. Esta ley se comprueba en
todas las nociones, incluidas las que habitualmente consideramos
como más estables: así, por ejemplo, en los primeros tiempos del
cristianismo, antes de que lo híbrido fuera el sema icónico de lo de-
moníaco, había sido considerado como uno de los atributos de la divi-
nidad.
Hay otro elemento por considerar en el caso que nos ocupa: se
trata de la incorporación de nuevos objetos en las normas clasificadoras. Estos objetos son, sin embargo, irreductibles a esas normas y
de ahí las distorsiones que afectan a los modelos discursivos, distor-
siones que producen ya sea la imagen de la denegación (lo que el
nuevo objeto no es), ya sea la de la comparación. Es lo que se produce
en la descripción de los paisajes de La Española, como vimos al prin-
cipio. El mito del Edén no es suficiente para dar cuenta de lo que es:
esos paisajes corresponden a una evocación paradisíaca, más otra
cosa; pero otra cosa nueva, otra cosa que desborda los sistemas de
organización del conocimiento, otra cosa que es irreductible a toda
denominación y a cualquier comparación, otra cosa que es simple-
mente Otra y que, por ser Otra, es irrepresentable. Dicho de otra
forma: para definir este Otro, el paso obligado por la semejanza deja
siempre un residuo de “alteridad”, un elemento irreductible a la nor-
ma clasificadora. Para intentar decir lo indefinible no queda sino re-
currir a los encabalgamientos de categorías, es decir, recurrir a las
figuras de lo híbrido o a otras que son, de alguna manera, del mismo
tipo, como por ejemplo las fórmulas antitéticas utilizadas en ese mis-
mo texto (“una bella fealdad”).
La semántica evidencia la valorización del tema del límite: ultra-
mar, nuevo mundo, otro mundo, extraterrestres; todo lo que excede
la esfera de lo conocido cae dentro de lo extrasistemático y de lo no
representable. Pero no sólo se trata de los límites espaciales; se trata
también, y tal vez sobre todo, de los límites fijados a las normas de
comportamiento y, para ser más preciso, de los límites que organizan
esos tabús. Así, en ese Nuevo Mundo, todos los tabús del Viejo Mun-
do son transgredidos: desnudez, canibalismo, idolatría..., lo que con-
voca, sin duda alguna, a la anomalía sexual, la cual “subvierte el
orden de la naturaleza como el de la cultura”. (R. Lionetti, Le lait du père, pág.139
En la medida en que esta “alteridad” se define por medio de una
serie de signos que remiten a lo que está fuera del límite, no es extra-
ño que las representaciones de la “alteridad” se articulen con el es-
pacio mítico de la transgresión, es decir, de lo satánico, ya que la
representación de lo no semejante, de lo disímil, es filtrada una vez
más por los modelos discursivos preestablecidos. Por eso, como lo
recuerda Rolena Adorno, las caracterizaciones de los moriscos, de los
judíos y de los indios coinciden. Según las teorías del siglo XVI sobre
el origen de los indios, ¿no descienden éstos de Cam, uno de los hijos
de Noé, supuesto antepasado de los pueblos asiáticos y de los sarra-
cenos, maldecido por su padre por haberlo mirado desnudo cuando
éste estaba borracho? “La distancia geográfica además del tiempo
transcurrido después de los orígenes, de generación en generación,
había provocado una ruptura de comunicación del indio con la ‘fuen-
te de la verdad’ y había desencadenado en él un proceso de degene-
ración”. (Véase B. Bucher; Le sauvage... págs.64-65, que se apoya en un estudio de Margaret T. Hopdgen, Early Anthropology in the sixteenth and Seventeenth Centuries, University of Pensylvania Press,1964. Sobre la asimilación del mundo musulmán, véase, entre otros, Weckmann, La herencia..., págs.229-230.)
Nos falta ahora ver cómo el Otro ha interiorizado su diferencia en
dos campos de representaciones: el de la historia y el de lo sagrado.
Por lo que al primer caso se refiere, Adorno analiza las crónicas de las
conquistas de México y del Perú escritas por Fernando de Alva
Ixtlilxochitl y por Felipe Guzmán Poma de Ayala respectivamente. En
conclusión, Adorno estima que tanto en la una como en la otra, “el
sujeto colonial americano borraba los retratos ajenos que lo identifi-
caban con la naturaleza, la pasión, lo femenino, lo rústico y lo paga-
no, para identificarse con los valores contrarios: la cultura, la razón,
lo varonil, lo público, lo cortesano o caballeresco, lo cristiano...”.(R. Adorno, “La construcción cultural...”, pág.66)
Por lo que se refiere a la esfera de lo sagrado, sobre lo cual me
gustaría insistir, debemos distinguir, por un lado, las estrategias de
asimilación de los nuevos modelos y, por otro, el proceso de su inte-
riorización individual y subjetiva. Serge Gruzinski ha analizado magistralmente el proceso y los
modos de cristianización de la imaginación de los indios. “¿Cómo
–escribe– dar a entender y pintar unos seres, unas figuras divinas, el
más allá, sin ninguna equivalencia en las lenguas indígenas ni en las
representaciones locales sino por aproximaciones que traicionaban
la sustancia y la forma?”, (S. Gruzinski, La colonisation de l’imaginaire..., pág.241) es decir, con otras palabras, por medio del recurso, una vez más, a los códigos o filtros interpretativos preexistentes. Se podría entonces repetir lo que decíamos anteriormente, esto es, que esos modelos precolombinos de figuras sagradas no se adaptan al contenido que el evangelizador quiere propagar y dejan siempre, en los márgenes, un residuo de “alteridad” irreductible a una representación realizada por el Otro. Los ejemplos abundan:
“el Mictlán nahua, seleccionado para representar el infierno cristiano,
sólo era una de las moradas de los muertos y, lo que es más, era un
lugar glacial”. (Ídem) In Tloque in nahuaque, “el señor de lo próximo y lo
lejano”, elegido para definir tanto a Dios como a Jesucristo, designa
originariamente al “señor de la dualidad”, y Tezcatlipoca y Quetzalcóatl
eran dos de sus manifestaciones. Tonantzin, reservada para designar
a la Virgen María, remitía a una de las representaciones de la diosa-
madre. Sobre el lugar en que los aztecas veneraban a Toci, la abuela
de los dioses, se erige un santuario para honorar a Santa Ana, la
madre de José. Como se les describía generalmente como dos vieje-
citos, San Simón y San José remplazan a Huehuetéotl, el dios viejo, el
espíritu del fuego, y se les añade entonces el sufijo -tzin de venera-
ción: Ximeontzin y Xoxepetzin. El Tepozteco es a la vez Dios del vien-
to e hijo de la Virgen María.
Como vemos, las normas que en el pensamiento cristiano distin-
guen a la divinidad de la santidad explotan y se encabalgan, produ-
ciendo así lo híbrido.
De manera completamente simétrica, los propios indios intentan
reconocer en el Otro los signos que les permitan asimilarlo dentro de
sus propias categorías. Por eso, desde el momento de la invasión y la
conquista, Cortés será identificado como el dios Quetzalcóatl, los re-
ligiosos españoles como los tzitzimime, es decir, los monstruos, que
serán más tarde asimilados con los ángeles caídos de los cristianos.
Esta última representación es interesante pues muestra cómo los dos
antagonistas se satanizan recíprocamente. Satanás es el Otro y el
Otro no puede ser más que Satanás. Precisamente en la segunda mitad del siglo XVI, la vida ejemplar de ciertos evangelizadores y los
prodigios que llevan a cabo facilitan su asimilación con los curande-
ros o brujos indígenas:
"Estos venerables invaden las campañas mexicanas con el rui-
do de sus hazañas, dominan los elementos naturales, alejan
las tempestades, traen la lluvia, gobiernan las nubes y las plan-
tas, prenden o apagan a voluntad los incendios, se dedican a la
profecía y a la adivinación. Sobre todo, multiplican las curacio-
nes milagrosas antes y después de su muerte [...] no es posible
dejar de notar el extraño parentesco que aflora entre esos reli-
giosos, muy a menudo de modesta condición, muertos en olor
de santidad, de una indudable ortodoxia, y los curanderos indí-
genas, los adivinos, los “conjuradores de nubes” que acaba-
mos de citar. [...] Se podría objetar que la analogía es superfi-
cial, pero ¿sería tan superficial para los indios que interpretan
esos fenómenos en su propio lenguaje, que ven a “brujos” en
los venerables y a “santos” en los curanderos?" (S. Gruzinski, La colonization de l’imaginaire..., pág.240)
Lo diabólico cristiano (el brujo visto del lado español) se metamor-
fosea en figura santa y esta misma figura santa (el venerable para los
cristianos) es vista por el indio como una forma que la evangelización
considera diabólica (ya que está representada por la figura del curan-
dero). La representación de lo diabólico se moldea en la de lo divino y
la de lo divino en la de lo diabólico. Semejantes actitudes perduran y se generalizan; se perciben en la iconografía de origen popular de la época colonial. Para el proyecto de evangelización, que se enfrentaba con obstáculos considerables en el plano de la comunicación, era capital proponer apoyos visuales a la predicación. Los evangelizadores explicaban sus enseñanzas con ayuda de pinturas. Desde el final de los años de 1520, los indios formados en México por Pierre de Gand reproducen y difunden las pin-
turas flamencas y españolas. Pero a la par de esta producción contro-
lada por las autoridades coloniales, se desarrolla lo que S. Gruzinski
califica de copie sauvage, de producción independiente “cuya imper-
fección a menudo desacreditada se debe achacar más bien a la inter-
pretación del lenguaje occidental que no a la torpeza indígena” (Ibidem, pág.243) y cuya hechura provoca la indignación de ciertos miembros del clérigo.
“Es entonces indispensable comprender que la iconografía cristiana
se difundió en los medios más modestos por medio del prisma
deformante y recreador de una producción indígena”.
Dicho de otra forma, las imágenes cristianas se integran en la
imaginación indígena en cuyo seno adoptan nuevos contornos; figu-
ras autóctonas y figuras cristianas se deconstruyen las unas en las
otras y hacen estallar los códigos interpretativos originales. Ya se tra-
te de las estrategias de los evangelizadores o de la tendencia espon-
tánea de los artistas populares indígenas a pervertir las representa-
ciones originales de lo sagrado que les propone el colonizador, se
observa una vez más que las normas conceptuales clasificadoras de
unos y otros estallan, creando así unos productos híbridos que co-
rresponden a unas prácticas generalmente consideradas como
sincréticas.
Más allá de estas observaciones, que se aplican a una vivencia re-
lativamente superficial, es posible interesarse por el nivel de la in-
teriorización individual en el proceso de formación de la imagen del
Otro que se instala en el centro de la experiencia subjetiva. Para de-
limitar este tipo de problema disponemos del admirable análisis
que Gruzinski hace de las visiones que tenían los indígenas y que
fueron recogidas por los jesuitas en el período que va de 1580 a 1610.
"Los jesuitas utilizaban experiencias individuales que se considera-
ban ejemplares para llevar la comunidad de fieles a estados de de-
presión y de excitación profundos. Los jesuitas provocaban en los indios una incitación a la visión, una estandarización de sus delirios y de sus modelos de interpretación. Es evidente que se imponían los mismos esquemas
sobre estados y desórdenes bastante distintos cuya especifici-
dad se nos escapa la mayor parte del tiempo. Pero estos mode-
los y estos escenarios se difunden y redifunden con una con-
vicción tal que tenemos buenos motivos para pensar que los
indios terminan por interiorizarlos y, en ciertos casos, repro-
ducirlos de cerca. Codificación, estereotipos y delirios indígenas se superponen hasta tal punto que se confunden, si no en
el espíritu de los visionarios, al menos sí en la mente de la co-
munidad edificada y “transportada”.( Ibidem, pág.243
Pero, nos señala con sobrada razón Gruzinski, esas visiones se
estructuran en torno al antagonismo entre el Bien y el Mal, mientras
que en la idolatría original, cuyas representaciones perduran en la
imaginación de los individuos, “domina [...] la ambivalencia de los
dioses, la permeabilidad de los seres y las cosas, las transformacio-
nes sutiles, las combinaciones múltiples” (ibid).
Así pues, el indio interioriza en el seno de sus categorías origina-
les las categorías que le son extrañas y que, en relación con las pri-
meras, son contradictorias. Interiorizando esta “alteridad” irreductible
a sus propias normas, la imaginación colectiva se manifiesta como
una matriz que no puede producir más que figuras híbridas. Implan-
tada en la conciencia, la “alteridad” no puede, en efecto, disolverse
en ella.
Con la emergencia de esta nueva instancia discursiva nace, pues,
“el sujeto cultural colonial”, (Sobre la noción de sujeto colonial, véase Homi k. Bahabla, “The other question...) a la vez indisociable (colonizado y colo-
nizador alternativamente, y simultáneamente sujeto de la enuncia-
ción y sujeto del enunciado) y sin embargo profundamente y para
siempre difractado. Condenado a proyectarse con la forma de lo se-
mejante y de lo desemejante, condenado a interiorizar su “alteridad”
y, por lo mismo, buscándose incesantemente a sí mismo en la medida
en que, como decía anteriormente, la “alteridad”no puede represen-
tarse puesto que la identificación con el Otro sólo puede producirse a
través de mis propios modelos discursivos, producidos precisamente
para expresar lo que soy, lo que sé o lo que imagino y no han sido
producidos sino por eso; de ahí, su incapacidad para dar cuenta de
todo lo que me es exterior y es exterior a mi universo.
Como contrapunto, tomemos el caso de un texto español de 1976,
La perra vida de Juanita Narboni. Su autor, un tangerino de origen
español que se refugió en Madrid tras la independencia de Marrue-
cos, no puede integrarse en las condiciones de vida de la metrópolis y
se encuentra exilado en su propio país. Dicho texto transcribe el des-
tino de una comunidad en vías de desaparición, la de los judíos de
Tánger, a través de la autobiografía de un travestido vivida como un
largo monólogo interior, es decir, como una “expresión muda”, tradu-
cida en este caso en una lengua original, la yaquetía, de la que me
ocuparé más adelante. El yo que se expresa implica la proyección del
narrador que lee el pensamiento del personaje. El verdadero sujeto,
sede de esos pensamientos, se ha perdido para siempre y nos es inac-
cesible. La relación de la autobiografía con el tiempo lineal o histórico
es de la misma naturaleza. En efecto, el relato autobiográfico se cons-
truye habitualmente a partir de un punto de vista que se supone abarca
la totalidad del pasado para dar a ese pasado toda su significación. El
presente inscribe en el relato el tiempo de la escritura, por oposición
al tiempo del actante, regido completamente por las formas verbales
del pasado. El texto de Vázquez no funciona según ese modelo: cada
uno de los cincuenta y cuatro fragmentos que lo componen está es-
crito en presente, un presente en relación con el cual el flujo de la
conciencia es percibido en la inmediatez de su supuesto transcurrir,
un presente que no se puede identificar en el tiempo histórico y que
oculta las conexiones con el contexto, acentuado así los efectos de
segmentación y de ruptura que imposibilitan el acceso al sujeto au-
téntico. En este punto precisamente es donde interviene la práctica
discursiva de la yaquetía, un español muy particular que no sólo ha conservado gran número de giros, palabras y expresiones desusadas en España, sino que ha añadido a esos arcaísmos numerosos préstamos
del hebreo y del árabe dialectal marroquí..., lengua sabrosa y
llena de imágenes cuya originalidad profunda se debe a que
sus formas propias han nacido de las necesidades de la reali-
dad cotidiana y se han amoldado a ellas mezclando con flexibi-
lidad las tres lenguas en presencia. (Bendelac, 1992, pág.23)
Esta supuesta transparencia del espíritu alimenta, efectivamen-
te, una escritura que se instala en una red lingüística preexistente
donde se han cristalizado unos valores y un destino colectivos, es
decir, una red lingüística organizada enteramente por un sujeto cul-
tural fuertemente afirmado, puesto que la yaquetía
traduce exactamente y se amolda en todos esos hiatos menta-
les y todas las articulaciones afectivas del pensamiento, a la vi-
da, las creencias, los temores, las alegrías y los tabús de ese
grupo humano tan particular. Estas características se tradu-
cen no sólo al nivel de las palabras y de los giros, sino también
en el tono con el que se profieren las palabras y las frases, hay
una especie de canto de la yaquetía. (Ídem)
En ningún otro lugar puede aparecer con mayor claridad que aquí
la manera como el sujeto cultural en cuanto sujeto transindividual
cierra el acceso al sujeto auténtico. La inaprehensible subjetividad
viene a perderse en esta auténtica estructura social de formas vacías
que están a la espera de ser asumidas por una instancia de discurso.
Cualquier referencia identificatoria ha desaparecido.
Pero, como ya he señalado, no existe yo sin tú y todo monólogo
interior implanta un tú, que no es sino otro yo mismo, el otro que
llevo en mí. Esta total interiorización de la mirada va acompañada, en
Vázquez, por el silencio y el olvido a los que ha sido relegada la co-
munidad marroquí indígena. El Otro auténtico no existe, y al pensa-
miento no le queda otro recurso que dialogar consigo mismo. Esta
ausencia del Otro auténtico, esta vuelta esquizofrénica hacia otro yo,
esta pérdida de referencias identificatorias, en una palabra, esta es-
critura de la incomunicabilidad y de la no representabilidad del Otro
deben ser asociadas, a mi parecer, a la problemática general del suje-
to cultural colonial, un sujeto que hubiera interiorizado, en este caso,
una situación postcolonial vivida en el marco de una crisis de identi-
dad; este sujeto descubre, de hecho, que en sí mismo se encontraba
implantado, con la forma de un patrimonio paisajístico y, más en ge-
neral, cultural y simbólico, un Otro radicalmente extraño y la única
salida que encuentra es dialigar con su sombra. Asistimos aquí a una
consecuencia –de un tipo diferente de la que creo haber revelado en
Colón– de la interiorización de las contradicciones fundamentales que
caracterizan al sujeto cultural colonial. Despojado de sus derechos,
exilado para siempre de la que creía su patria hasta entonces, este
sujeto descubre al mismo tiempo la vacuidad y la soledad que se
venía ocultando a sí mismo detrás de los señuelos de un supuesto
proceso de sincretismo.
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